Hay dos necesidades primarias que empujan a una pareja a tener hijos. Una de ellas viene de la presión genética. Aunque la condición humana envuelva la procreación con los colores del amor y el deseo, por debajo está la presión de los genes. La otra necesidad, en parte derivada de la anterior, es más compleja, y se vive de distinto modo por hombres y mujeres: se trata del completamiento de nuestro Yo mediante la paternidad, o sea, mediante la creación de un ser que es sangre de nuestra sangre. Tal vez la adopción no satisface ninguna de esas dos necesidades primarias de los padres.
Del lado del hijo adoptivo, sus necesidades son las de todo niño: amor, cuidados, seguridad y una historia familiar coherente y sin lagunas. Esto último es lo que los padres adoptivos no pueden ofrecerle. No me refiero al relato sincero y generoso de lo que ocurrió realmente, que incluiría la dolorosa paradoja que yo, tu padre, no soy tu padre. Me refiero a la historia familiar que sin darnos cuenta se construye con el hijo biológico a base de infinitos comentarios que lo incluyen, de pequeños recuerdos sobre su nacimiento y primeros días, de lo que dijo tía Pepa sobre él, etc., etc., que se entretejen en el recuerdo y construyen una compleja trama por la cual el niño siente sin pensarlo que es hijo de sus padres.
Pero no es una historia racional. La historia que el hijo biológico registra en su mente está hecha de innumerables gestos, contactos y palabras que le llegan envueltos en todo tipo de afectos. Sí, incluso hostiles, porque aún en la mejor de las relaciones padre-madre-hijo, el niño es también destinatario de sentimientos hostiles. Es una hostilidad que asimila bien, porque el vínculo genético y emocional que le une a los padres es indudable. La obviedad del vínculo paterno/filial funciona entonces como un escudo protector contra los afectos destructivos, los del niño y los de los padres. Lamentablemente, esa obviedad del vínculo parental no es fácil de conseguir con el hijo adoptivo. Es un vínculo que está bajo sospecha, y que entonces no cumple su función protectora.
En muchos casos de adopción, entonces, ni padres ni hijos adoptivos encuentran suficiente satisfacción a necesidades fundamentales. Y muchas veces eso desemboca en la frustración de todos los actores del drama. Por doloroso que sea, no deberíamos conformarnos con la idea de que se trata de una injusticia de la vida. Algo más tendremos que hacer ante el hecho de que la reunión de una pareja que no puede tener hijos, con un niño que no puede tener padres, presente con frecuencia tantas dificultades. Sobran motivos, entonces, para que los psicoanalistas ampliemos la comprensión del fenómeno, y hasta propongamos alternativas a la adopción.
Raúl Fernández Vilanova